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¿Por qué prendemos velas?
Un evangélico nos diría de inmediato que es un acto de idolatría condenado por la Biblia. Pero… ¿es así? Creo que podríamos decir algunas palabras al respecto.
El fin de la oración
Ya dijimos que no le rezamos a los santos como el término de nuestra plegaria sino como un medio para llegar a quién corresponde: Dios.
En ese contexto, es bueno también descubrir que para relacionarnos con Dios utilizamos un lenguaje humano. Pero este lenguaje no está hecho solamente de palabras. También tiene gestos, textos, canto, música, imágenes… también lugares y tiempos especiales.
Entonces…
Humanamente necesitamos de gestos que expresan la opción religiosa en nuestra vida. Y este que tratamos es un tema muy bíblico. Baste, a modo de ejemplo, recordar como San Pablo acompañó a cuatro personas que habían hecho la promesa de no cortarse el pelo a los ritos que los liberaban de tal voto (cfr. Hch 21,21-24). ¿Dios necesita de que nos dejemos el pelo largo para expresarle algo? No. Pero a nosotros hacer determinados gestos de “cortesía” con el Señor nos hace bien. Y el Señor se goza en nuestros buenos gestos.
De la misma manera procedemos con las velas. Pero en esto es muy importante dejar aclarado dos cosas.
Primero, lo que dijimos en el comienzo referido a la centralidad no negociable de Dios en nuestras vidas (lo contrario es idolatría).
Lo segundo es que no debemos hacer ritos como un fin en sí mismo, lo cual también es idolatría.
Con respecto a las velas, esto no es algo que haya de dejar de considerar, porque los curanderos, umbandistas y demás pachicheros aconsejan prender velas (de colores y tamaños distintos) para lograr dinero, amor… o hacerle un mal a otro. Esto también es idolatría y está muy mal hacerlo.
Concretamente, prender una vela a un santo, a la Virgen o a Jesús no está mal si hago con eso un gesto de cariño que me ayuda a expresar una oración, no en las palabras que digo sino con el gesto que hago. Y esto no sólo está bien… también nos hace bien.
¿Por qué se encienden lamparillas ante los iconos?
1. Porque nuestra fe es luz. Cristo dijo: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). La luz de la lamparilla nos recuerda esa luz con la que Cristo ilumina nuestras almas.
2. Para recordarnos la naturaleza radiante del santo ante cuyo icono encendemos la lamparilla, pues los santos son llamados hijos de la luz (Jn 12,36, Lc 16,8).
3. De modo que sirva como reproche para nosotros por nuestras malas acciones y por nuestros deseos y pensamientos oscuros; para que nos llame de nuevo al camino de la luz del Evangelio e intentemos con más fuerza cumplir los mandatos del Señor: Así brille su luz ante los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos (Mt 5,16).
4. Con objeto de que la lamparilla sea nuestro humilde sacrificio a Dios, que se entregó por completo a sí mismo en sacrificio por nosotros, y un pequeño signo de nuestra inmensa gratitud y nuestro amor ardiente por Aquel al que pedimos en nuestra oración que nos conceda vida, salud, salvación y todo lo que sólo el infinito amor divino puede otorgar.
5. Para que infunda terror a los poderes malignos que a veces nos atacan incluso durante la oración y desvían nuestros pensamientos del Creador. Los demonios aman la oscuridad y tiemblan ante la luz, especialmente la luz que pertenece a Dios y a aquellos que cumplen su voluntad.
6. De manera que la luz nos empuje a entregar nuestro ser. De igual modo que el aceite y la mecha se queman en la lamparilla, obedeciendo a nuestra voluntad, nuestras almas deben consumirse en la llama del amor en todos nuestros sufrimientos, obedeciendo siempre a la Voluntad de Dios.
7. Para enseñarnos que, como la lamparilla no puede encenderse sin la acción de nuestra mano, tampoco nuestro corazón, que es nuestra lamparilla interior, podría encenderse sin el santo fuego de la gracia de Dios, aunque estuviera repleto de todas las virtudes. Todas esas virtudes nuestras son, a fin de cuentas, mero combustible y el fuego que las enciende proviene de Dios.
8. Con el fin de recordarnos que, antes que cualquier otra cosa, el Creador del mundo creó la luz y sólo después creó todo lo demás, por orden: Y dijo Dios, que sea la luz: y la luz fue (Gen 1,3). Así debe ser también al comienzo de nuestra vida espiritual, de modo que, antes que cualquier otra cosa, la luz de Cristo brille en nuestro interior. Es esta luz de la verdad de Cristo la que logrará, después, que todos los bienes sean creados, surjan y crezcan en nosotros.
¡Que la luz de Cristo nos ilumine también!